Jugando con fuego en Perú
Juan Ignacio Brito Profesor de la Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de la UAndes
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Juan ignacio Brito
En un continente casi completamente gobernado por la izquierda dura, Perú ha cometido un pecado que puede ser mortal: destituyó a un presidente “revolucionario”. A veces con descaro y otras con indignación, el progresismo regional protesta en voz alta por la caída de uno de los suyos.
Recién depuesto Pedro Castillo, Colombia, Argentina, Bolivia y México emitieron un comunicado para censurar su remoción. Reunidos en La Habana, lo mismo hicieron los diez países miembros del Grupo ALBA, fundado hace 18 años por Fidel Castro y Hugo Chávez. También se han mostrado críticos Chile –a través del discurso pronunciado por el presidente Boric en la cumbre de la Celac– y Honduras, cuya presidenta, Xiomara Castro, aprovechó asimismo la cita para calificar la salida de Castillo como un “golpe de Estado”. La excepción relevante la provee Lula da Silva, quien lamentó la caída del expresidente y deseó “éxito” a su sucesora.
“En lugar de cooperar para una salida institucional pacífica, la izquierda regional está ayudando a extremar las cosas en Perú y podría terminar siendo cómplice de un descalabro”.
Tres son las críticas que se levantan contra la administración de Dina Boluarte. Por una parte, están quienes denuncian, como Gabriel Boric o el colombiano Gustavo Petro, el uso descontrolado de la violencia contra los manifestantes. Decenas de personas han muerto en enfrentamientos con la policía, acusada de utilizar fuerza excesiva. Por su lado, el gobierno asegura que los desórdenes han sido infiltrados por activistas –incluso extranjeros— que pretenden generar inestabilidad, exacerbar el conflicto y derribar desde la calle al Ejecutivo.
También se reclama, como hace el ALBA, contra la destitución de un presidente democráticamente electo. Pero lo cierto es que nadie en Perú refuta la legitimidad de origen de Castillo, sino su atolondrado intento por realizar un autogolpe de Estado y arrogarse facultades que no tenía para disolver el Congreso, proclamar que gobernaría por decreto y llamar de manera inconsulta a un referéndum para iniciar un proceso constituyente. El anuncio de Castillo de que pretendía asumir poderes omnímodos a pocas horas de que el Congreso votara una improbable moción de vacancia en su contra fue lo que llevó a su destitución, su arresto y la prisión preventiva bajo cargos de conspiración y rebelión.
El reemplazo del jefe de Estado se hizo de acuerdo con lo establecido en la Constitución peruana. Tal como Castillo, Boluarte también cuenta con la legitimidad del apoyo de las urnas, pues fue electa como compañera de fórmula del ahora depuesto presidente.
Por último, el mexicano Andrés Manuel López Obrador y otros insisten en que tras la destitución hay una conspiración racista de la élite peruana contra un presidente que no pertenecía a sus filas. Pero la verdad innegable es que Castillo fue el peor enemigo de sí mismo: fue un mandatario inepto, con una gestión llena de errores, incesante rotativa ministerial, elevada impopularidad y fundadas sospechas de corrupción que llevaron a la fiscalía a acusarlo en octubre pasado de liderar una organización criminal dedicada al tráfico de influencias y la colusión. Si hubiera una conspiración de la élite blanca, ¿cómo se explica que esta ahora apoye a Boluarte, izquierdista exmilitante de Perú Libre (el partido que llevó a Castillo al gobierno) y ajena a los círculos de poder tradicionales del Perú?
La hostilidad de la izquierda ha logrado aislar y quitarle autoridad moral al gobierno de Boluarte, que es impopular y enfrenta severos problemas internos. En lugar de cooperar para una salida institucional pacífica, la izquierda regional está ayudando a extremar las cosas en Perú y podría terminar siendo cómplice de un descalabro.